Mitch, el viejo crooner

Cuando alguien muere a los 27 cualquier cosa que se escriba resulta fútil. Yo lo he vivido de cerca y he podido comprobar de forma directa aquello de que nadie sobrevive a la muerte de un hijo. Al menos no sobrevive en la plenitud de sus condiciones psíquicas y la vida se convierte en una continua y sin salida huida hacia adelante. Una ruleta rusa que comienza cada día, cuando se pasan los efectos de las pastillas para dormir, y golpea en falso el percutor una y otra vez mientras la cabeza te pide que alguna vez rompa la espoleta que acabará con todo.



Esta tarde, mientras veía en una repugnante cadena un vomitivo, mezquino y carente de ética y mínima calidad técnica, reportaje sobre la muerte de Amy, no pude por menos que acordarme de Mitch, su padre, el hombre que puso más de su parte para evitar lo que finalmente sucedió. Para que alguien como Amy, el último genio del soul, alcance la plenitud que fueron sus dos discos editados, debió contar tras de sí con un entorno familiar dotado de una sensibilidad especial. Mitch, su padre, que es quién me interesa en este momento, resultó ser un viejo crooner, heredero directo de las voces de los cincuenta, seguro admirador de alguno de los miembros del Rat Pack. Nombres, hombres de pies de barro, como Dean Martin, el propio Sinatra o Bing Crosby cultivaron un género, derivado del Bel Canto italiano, que consistía en una voz masculina de registro grave acompañada de una gran orquesta, una Big Band, interpretando temas clásicos y baladas a las que se fueron incorporando con el tiempo ritmos de blues y jazz.


Mitch, que acaba de sorprender a quienes hacían guardia en la casa de Candem Town regalando a los fans joyas y ropa propiedad de su hija, tenía sensibilidad a raudales. Lo demostró en vida y tengo la más absoluta seguridad de que lo va a demostrar ahora que se encuentra en el umbral del abismo con el deseo de dar un paso al frente. "Me llamo Mitch Winehouse y todos creen que conocen nuestra historia" es la frase clave de este pequeño apunte en forma de documental que puede quedarse solo en eso, un apunte sin continuidad, tras el fallecimiento de Amy. En él, Mitch, ya da muestras de un tono fatalista que parece predecir el cercano desenlace. En cualquier caso, es una prueba de amor, admiración y cercanía entre padre e hija.



"Angel mio, que duermas bien" fueron sus palabras de despedida. Conciso y roto por dentro, el viejo crooner despidió a su hija. Probablemente, cumplió sus sueños de heredero de los genios de las Big Bands a través del arte de Amy. En su fuero interno, como todos y cada uno de quienes llevamos en la sangre los genes de la música, anidaba el sueño de convertirse, aunque solo fuera por un día, en un referente de adolescentes y no tan adolescentes. Sentir la admiración que un arte difícil de manejar provoca en quienes reciben el mensaje de la música. Un pellizco en el estómago, un vello erizado -como un soplo de enamoramiento- separan lo bueno de lo malo. Lo prescindible de lo imprescindible. El arte, de la nada.
Hoy quiero homenajear al padre de la criatura, de la estrella, del último genio que ha dado la música popular. Por favor, sed amables.