Pocos, lamentablemente pocos, han sido los futbolistas que han acompañado a la plataforma Esait en favor de la selección de EuskalHerría. Y digo que han sido pocos, porque de haber sido más quienes dieran la cara, sabriamos a ciencia cierta cuantos son los que están haciendo el doble juego de trincar la pasta e impulsar sus carreras gracias a jugar con España mientras, a escondidas, a lo vasco, le hacen el juego a los de las pistolas y las bombas lapa.

Hace ya tiempo, uno de los presidentes del Gobierno Vasco, creo que fue Ardanza, cuando se hablaba de las selecciones vascas manifestaba que su ideal era la situación de País de Gales. Partiendo de la diferencia de la situación española con la del Reino Unido, País de Gales mantiene una selección sin contenido ni peso en el deporte mundial, con una liga futbolística, al igual que Escocia, al nivel de una segunda B española y con un componente económico de tercera categoria.

Habría que ver que pensaban capullos del nivel del tal Echevarria, capitán del Atlhletic de Bilbao, si tuviera que jugar una liga con el Erandio, el Baracaldo y el Sestao y sus ingresos disminuyeran hasta percibir un 90 % menos a lo que son en la actualidad. Habría que ver, asimismo, lo que sería del deporte vasco cuando la Real Sociedad, por ejemplo, o el Alavés, con grandes problemas económicos ambos y en trance de la quiebra económica, dejaran de recibir ingresos por las retransmisiones televisivas lo que los abocaría a la desaparición.

Han sido pocos. El resto han firmado el manifiesto y se han escondido para no dar la cara. Lo que hace la sociedad vasca en general desde hace ya más de treinta años. Para no vivir señalados, para no perder la comodidad. Por miedo, por seguir gozando de privilegios económicos y fiscales. Ya sé que es sencillo hablar a mil kilómetros de distancia del miedo de los demás, especialmente cuando es la integridad física, la familia o la propia empresa las que están amenazadas pero, de la misma manera, es sencillo abstenerse de firmar manifiestos en los que no se cree, hablar de independencia que sumiría a las Vascongadas en un nivel económico y político al nivel de Albania y, sobre todo, es sencillo no aprovecharse de un país que te abre los brazos para darle la puñalada trapera cuando estás a punto de acabar tu carrera profesional.

Claro que, la clave de todo esto la tiene quién da alas a estos personajes y se sienta a negociar políticamente con ellos dándolos estatus de igualdad cuando no son más que unos golfos apandillados que pretenden seguir viviendo eternamente de las subvenciones políticas. En caso contrario, de existir otra voluntad, la solución es ilegalizarlos. Lo malo es que estos gobernantes de mierda, de un país de mierda, no tendran los arrestos suficientes para hacerlo.

Para que entiendan mejor lo de un País de mierda, transcribo a continuación un artículo de Pérez-Reverte titulado UN FACHA DE SIETE AÑOS


Me interpela un lector algo –o muy– dolido porque de vez en cuando aludo a España como este país de mierda. El citado lector, que sin duda tiene un sentimiento patriótico susceptible y no mucha agudeza leyendo entre líneas, pero está en su derecho, considera que me paso varios pueblos y una gasolinera. Le extraña, por otra parte, y me lo comunica con acidez, que alguien que, como el arriba firmante, ha escrito algunas novelas con trasfondo histórico, y que además parece complacerse en recuperar episodios olvidados de nuestra Historia en esta misma página, sea tan brutal a la hora de referirse a la tierra y a los individuos que de una u otra forma, le gusten o no, son su patria y sus compatriotas. 

La verdad es que podría, perfectamente, escaquearme diciendo que cada cual tiene perfecto derecho a hablar con dureza de aquello que ama, precisamente porque lo ama. Y que cuando abro un libro de Historia y observo ciertos atroces paralelismos con la España de hoy, o con la de siempre, y comprendo mejor lo que fuimos y lo que somos, me duelen las asaduras. Aunque, la verdad, ya ni siquiera duelen. Al menos no como antes, cuando creía que la estupidez, la incultura, la insolidaridad, la ancestral mala baba que nos gastamos aquí, tenían arreglo. La edad y las canas ponen las cosas en su sitio: ahora sé que esto no lo arregla nadie. España es uno de los países más afortunados del mundo, y al mismo tiempo el más estúpido. Aquí vivimos como en ningún otro lugar de Europa, y la prueba es que los guiris saben dónde calentarse los huesos. Lo tenemos todo, pero nos gusta reventarlo. Hablo de ustedes y de mí. Nuestra envilecida y analfabeta clase política, nuestros caciques territoriales, nuestros obispos siniestros, nuestra infame educación, nuestras ministras idiotas del miembro y de la miembra, son reflejo de la sociedad que los elige, los aplaude, los disfruta y los soporta. Y parece mentira. Con la de gente que hemos fusilado aquí a lo largo de nuestra historia, y siempre fue a la gente equivocada. A los infelices pillados en medio. Quizá porque quienes fusilan, da igual en qué bando estén, siempre son los mismos. 

Pero me estoy metiendo en jardines complejos, oigan. El que quiera tener su opinión sobre todo eso, acertada o no, pero suya y no de otros, que lea y mire. Y si no, que se conforme con Operación Triunfo, con Corazón Rosa o con Operación Top Model, o como se llamen, y le vayan dando. Cada cual tiene lo que, en fin, etcétera. Ya saben. Por mi parte, como todavía me permiten y pagan este folio y medio de terapia personal cada semana –es higiénico poder morir matando–, me reafirmo un día más en lo de país de mierda. Y lo voy a justificar hoy, miren por donde, con una bonita anésdota anesdótica. Una de tantas. 

Verán. Un niño de siete años, sobrino de un amigo mío, observando hace poco que varios de sus amigos llevaban camisetas de manga corta con banderas de varios países, la norteamericana y la de Brasil entre ellas –algo que por lo visto está de moda–, le pidió al tío de regalo una camiseta con la bandera española. «Van a flipar mis amigos, tito», dijo el infeliz del crío. Según cuenta mi amigo, el sobrinete bajó al parque como una flecha, orgulloso de su prenda, con la ilusión que en esas cosas sólo puede poner una criatura. A los diez minutos subió descompuesto, avergonzado, a cambiarse de ropa. El tío fue a verlo a su habitación, y allí estaba el chiquillo, al filo de las lágrimas y con la camiseta arrugada en un rincón. «Me han dicho que si soy facha o qué», fue el comentario. 

Siete años, señoras y caballeros. La criatura. Y no en el País Vasconi en Cataluña, ni en Galicia. En la Manga del Mar Menor, provincia de Murcia. Casualmente, y sólo una semana después de que me contaran esa edificante historia infantil, otro amigo, Carlos, gerente de un importante club náutico de la zona, me confiaba que ya no encarga polos deportivos para sus regatistas con el tradicional filetillo de la bandera española en las mangas y en el cuello. «En las competiciones con clubs de otras autonomías –explicó– están mal vistos.» 

Dirán algunos que, tal y como anda el asunto, podríamos mandar a tomar por saco ese viejo trapo y hacer uno distinto. Al fin y al cabo sólo existe desde hace dos siglos y medio. Podríamos encargarle una bandera nueva, más actual, a Mariscal, a Alberto Corazón, a Victorio o a Lucchino. O a todos juntos. Pero es que iba a dar igual. Tendríamos las mismas aunque pusiéramos una de color rosa con un mechero Bic, un arpa y la niña de los Simpson en el centro; y en las carreteras, el borreguito de Norit en vez del toro de Osborne. El problema no es la bandera, ni el toro, sino la puta que nos parió. A todos nosotros. A los ciudadanos de este país de mierda