La imagen no es nueva. El rostro de Florence Owens Thompson es conocido desde 1.929, concretamente desde el martes negro que dió origen a la Gran Depresión. Florence tenía en aquellos momentos 32 años aunque su rostro, su mirada de desesperación, la actitud frente a la hambruna que soportaban sus siete hijos, dos de los cuales le acompañan en la fotografía de Dorothea Lange, dan una idea clara de la terrible carga psicológica que debía atravesar en aquellos momentos.
Es sólo una imagen. Terrible, pero sólo una imagen. Un guiño de vieja Leika a la miseria que puede estar repitiéndose en numerosos lugares de nuestro país. Un país en el que, cuando comienza a anochecer, como en una de esas películas de ciencia ficción de serie B, un ejército de zombies sale de sus escondites en las catacumbas de la pobreza en busca de los perecederos abandonados por las multinacionales del consumo. Como una hilera de hormigas, sin solución de continuidad, los más rezagados van recogiendo lo que los madrugadores han desdeñado, siempre parte de las sobras que los adoradores del becerro de oro han dejado por la fecha de caducidad.
Es posible que también tenga fecha de caducidad una sociedad como la nuestra, insolidaria y destructiva con los más desfavorecidos. Que no tengamos que colgar imágenes como la que acompaña esta reflexión. Quizás la cara, a pesar de todo serena de Florence, sea el espejo en el que hayamos de mirarnos para escapar de otra miseria: la moral.
Y esto no hay movimiento que lo controle.
Y esto no hay movimiento que lo controle.
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