Vaya por delante que no me creo a Garzón. No me creo, en general, a quienes necesitan de la opinión pública, especialmente de la fácilmente manejable, para construir sus líneas de actuación. Garzón perdió una buena oportunidad de convertirse en un gran juez, un juez con mayúsculas, cuando descuidó la instrucción de sus casos, mas preocupado por su relevancia mediática que por las garantías jurídicas en su actuación. Unas actuaciones, una forma de instruir sus causas, que dieron con gran parte de los imputados en la calle por defectos de forma e irregularidades en la obtención de las pruebas.
Volvió a perder de nuevo la oportunidad cuando, ya en la cresta de la ola, olvidó su vocación para dejarse embaucar por un encantador de serpientes convertido en presidente de gobierno. Cuando quiso darse cuenta de su error, del engaño a que había sido sometido, abandonó la actividad política y volvió a su juzgado. Y aquí se equivocó el sistema. Un sistema que permite retomar la actividad judicial a alguien consumido por el rencor que convirtió en objetivo a quienes habían causado su desengaño político. Y cuando a golpe de persecución judicial obligó a rectificar a los perseguidos, éstos y sus acorazados mediáticos le convirtieron en estrella. Se autoproclamó paladín de la justicia y se dedicó a perseguir causas que le eran ajenas y a hacerse adorador del becerro de oro. De los becerros de oro, mejor, ya que no le importó demasiado el nombre siempre que delante o detrás llevara escrita la palabra Banco.
Por lo que a mi respecta, en honor a su indumentaria, puede irse a hacer puñetas.
Por lo que a mi respecta, en honor a su indumentaria, puede irse a hacer puñetas.
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