"Reinstaurará los valores del esfuerzo, el mérito, la satisfacción por el trabajo bien hecho y el respeto a la figura del profesor"
Son las anteriores, palabras del nuevo ministro de Educación en su comparecencia de ayer en el Congreso de los Diputados mientras daba cuenta de lo que serán las reformas de la ley de educación. No sé como sonará la música pero la letra, a mí al menos, me encanta. Escuchar hablar de acabar con el acomodo y la mediocridad en una sociedad anestesiada que lleva años instalada en la idea de que todo vale, la cultura del mínimo esfuerzo e igualar los méritos por abajo, en lugar de fomentar la competitividad y el esfuerzo, es un soplo de aire fresco que anima a pensar en un futuro en el que se premien los méritos y no la afinidad política o el enchufismo.
La creación del estatuto del docente es otra de las características del nuevo sistema; es decir, considerar al profesor como alguien digno de respeto e investirlo de autoridad y reconocimiento profesional es una vuelta al pasado, a un pasado mejor, en el que los profesores eran un ejemplo de conducta, un modelo de referencia a seguir en lugar de una diana en la que volcar los resentimiento, los miedos y la falta de educación de una generación de padres incapaces de educar a sus hijos. La educación blilingüe real que supone aprender en inglés en lugar de mal aprender inglés, la libertad de elección de centros y la vuelta a la evaluación continuada son otros de los cambios de lo que se presume una revolución en el sistema educativo. Curiosamente, lejos del progresismo militante, una revolución que mira al pasado al considerar que, al menos en esto, cualquier tiempo pasado fue mejor.
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