Ayer pisó la calle por primera vez en 36 años el preso más antiguo de España. Se llama Francisco Montes y no es terrorista, ni pederasta, ni violador, tampoco asesino, ni tan siquiera estafador. Es un simple atracador sin armas, un ladronzuelo de poca monta que cometió el error de estar en el momento inadecuado en el lugar más inoportuno. Y como no se sentía cómodo, intentó escaparse de la jaula que apresaba su libertad, como hubiéramos hecho usted o yo de encontrarnos en la misma situación. Montes, además, tuvo mucha mala suerte. No le interesaba la política, no entendió de nacionalismos ni exclusiones lingüísticas. Tampoco se planteó referéndum alguno sobre soberanías inexistentes ni tuvo la capacidad de inventarse un idioma donde sólo había un dialecto olvidado.
Montes ha sido un paria. Carne de cañón de una sociedad que es capaz de perdonar la masacre del cuartel de la guardia civil de Zaragoza, el atentado del Hipercor o la masacre de la plaza de la República Argentina pero se la coge con papel de fumar a la hora de indultar a un preso común cuyo único delito ha sido escapar de la injusticia que supone ver como se iban liberando asesinos confesos y terroristas convictos mientras el ladrón de gallinas continuaba encerrado treinta y seis años después de su supuesto delito. Ayer, al liberarlo, no se ha hecho justicia. Se ha puesto sobre la mesa la mayor de las injusticias al permitirnos comparar entre dos sociedades opuestas: la puñetera políticamente correcta que todo lo olvida y la sociedad real. La de los manchados de sangre con orden de acercamiento a casa y la de los parias carentes de derechos. La del mechero, el quinqui y el ladronzuelo de poca monta que carece de medios económicos e influencia para escapar de un destino miserable fraguado en el desequilibrio social.
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