Una sentencia demoledora se ha llevado por delante la carrera del Juez Garzón. Unanimidad de todos los magistrados al dictar sentencia en un órgano como el Tribunal Supremo debe querer decir algo más allá de una sentencia ejemplar. Significa, al menos así lo entiendo yo, una llamada de atención a los posibles navegantes para que la profesión de juez vuelva a ser lo que fue y que quienes la ostentan destaquen por sus conocimientos, su honorabilidad y su independencia en lugar de por el brillo de sus oropeles y los ecos de escándalos políticos y económicos.
Garzón se ha equivocado y sus seguidores siguen haciéndolo manipulando la verdad. Nadie lo ha condenado por perseguir la criminalidad, ni la corrupción ni ninguna dictadura o dictador. A Garzón lo han condenado por hacer lo peor que puede hacer un juez: prejuzgar y como consecuencia de ello vulnerar los derechos de defensa y la confidencialidad entre abogado y acusado hasta prevaricar. Esa y solo esa ha sido la razón de la condena. El resto, fuegos de artificio de beneficiarios de la particular forma de impartir justicia de Garzón, investidos de una condición de defensores de libertades que solo están en peligro en su imaginación.
Este varapalo no será con toda probabilidad el único. El asunto de la memoria histórica, con la triste manipulación de ciudadanos en busca de los cadáveres de sus seres queridos en el lugar equivocado será, casi con toda seguridad, el siguiente varapalo. No era competente para iniciar semejante proceso y lo sabía. Pero no le importó. Necesitaba notoriedad y ya la ha tenido. Ha ido servido y bien servido. Pero en el camino ha dejado heridos, muchos heridos. Y una sociedad dividida por su soberbia.
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