Rico, rico






Como buen español y nacido en el norte me gusta la buena comida. La de toda la vida, cocinada al estilo de nuestras madres y con las mejores materias primas. Entre la gente de mi generación, de mi ciudad y de mi ambiente más cercano, cuento con amigos y familiares que se subieron al carro de la restauración en los años ochenta y hoy son cocineros de primer nivel, probablemente poco conocidos a nivel nacional, pero con sus pinitos locales y con la frescura que da el buscar cada día el mejor producto para sorprender a sus clientes. No tienen el protagonismo mediático que alcanzan mis vecinos de las Vascongadas, pero se visten todos los días comenzando por los pies y tienen dificultades para llegar a fin de mes. Exactamente lo mismo que cualquiera de los ciudadanos de este país.
Claro que no todos. Existe una casta privilegiada que le saca una pasta a las televisiones, que ya no atienden sus negocios y se permiten insultar a medio país vinculándolo a épocas pasadas, con un sentido del humor vasto, zafio y con reminiscencias de otra época. Me refiero, ya adivinarán ustedes, al valiente Arguiñano que anteayer, en un programa de difusión nacional y en horario de máxima audiencia, vinculó a la mayor parte de los aficionados al fútbol de este país con el régimen franquista. Él, precisamente él, valiente donde los haya, que durante años ha estado financiando con sus negocios actividades cuanto menos dudosas según los jueces. Es posible que su sueño fuera jugar en Bilbao la final de otra Copa: la del Gudari, por ejemplo. Lo lamentable es que, en un desconocimiento absoluto de la historia y de la vinculación del Atleti con la copa que critica, no he oído hasta ahora la menor réplica a sus payasadas. Es más, lo único que he visto es como se le reían las gracias en un ejercicio de olvido absoluto de su trayectoria. Rico, rico, él y sólo él. Hasta el punto de compartir su riqueza con quienes han teñido de sangre este país los últimos cincuenta años.