El día después de la Pepa





20 de marzo, martes, se acabaron los dimes y diretes sobre la Pepa. Ayer les hice un apunte, hoy les doy mi opinión una vez pasada la fecha de referencia. La Pepa solo fue una Constitución, con todo lo que eso significa. Pero una Constitución hecha de espaldas al pueblo, que representaba a una minoría de la población que resistía en Cádiz amparada por unos ingleses en busca de botín y redactada por 97 curas, ocho títulos nobiliarios vinculados a la corona, 37 militares, 16 catedráticos, 60 abogados, 55 funcionarios públicos, 15 terratenientes, nueve marinos, cinco comerciantes, cuatro escritores y dos médicos. Una composición que en nada reflejaba la España real de aquella época, lo que explica a las claras el devenir histórico de este país los últimos doscientos años. Si quieren establecer un paralelismo, salvando las distancias culturales que aportan los años transcurridos, la misma historia que hoy. Un país que desprecia la economía en favor de la política.
En aquellas Cortes de Cádiz no estaba representado el pueblo, no había jornaleros, ni artesanos y apenas comerciantes. Para que se hagan una idea, en 24 legislaturas, las que transcurrieron entre los años 1834 a 1854, en los diarios de sesiones no se encuentra ni una sóla entrada que responda a las palabras “industria” o manufactura”. Todo un mito el que se construyó alrededor de las Cortes de Cádiz. A mi me encanta el artículo 13, el que señala que “el objeto del gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. La felicidad como fuente del derecho, un país que ha sido el que más veces ha entrado en bancarrota, nada menos que diez veces, en la historia mundial, promulgando una constitución que sostiene la asignación equitativa de los fondos públicos para asegurar una digna calidad de vida. Pero ni un solo renglón en el que se nos señale como conseguirlo. Un país incapaz de entender que la economía tiene sus reglas, unas reglas que hay que cumplir o, por el contrario, doscientos años más tarde, estaremos condenados a repetir la historia.