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de marzo, martes, se acabaron los dimes y diretes sobre la Pepa. Ayer
les hice un apunte, hoy les doy mi opinión una vez pasada la fecha
de referencia. La Pepa solo fue una Constitución, con todo lo que
eso significa. Pero una Constitución hecha de espaldas al pueblo,
que representaba a una minoría de la población que resistía en
Cádiz amparada por unos ingleses en busca de botín y redactada por
97 curas, ocho títulos nobiliarios vinculados a la corona, 37
militares, 16 catedráticos, 60 abogados, 55 funcionarios públicos,
15 terratenientes, nueve marinos, cinco comerciantes, cuatro
escritores y dos médicos. Una composición que en nada reflejaba la
España real de aquella época, lo que explica a las claras el
devenir histórico de este país los últimos doscientos años. Si
quieren establecer un paralelismo, salvando las distancias culturales
que aportan los años transcurridos, la misma historia que hoy. Un
país que desprecia la economía en favor de la política.
En
aquellas Cortes de Cádiz no estaba representado el pueblo, no había
jornaleros, ni artesanos y apenas comerciantes. Para que se hagan una
idea, en 24 legislaturas, las que transcurrieron entre los años 1834
a 1854, en los diarios de sesiones no se encuentra ni una sóla
entrada que responda a las palabras “industria” o manufactura”.
Todo un mito el que se construyó alrededor de las Cortes de Cádiz.
A mi me encanta el artículo 13, el que señala que “el objeto del
gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda
sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que
la componen”. La felicidad como fuente del derecho, un país que ha
sido el que más veces ha entrado en bancarrota, nada menos que diez
veces, en la historia mundial, promulgando una constitución que
sostiene la asignación equitativa de los fondos públicos para
asegurar una digna calidad de vida. Pero ni un solo renglón en el
que se nos señale como conseguirlo. Un país incapaz de entender que
la economía tiene sus reglas, unas reglas que hay que cumplir o, por
el contrario, doscientos años más tarde, estaremos condenados a
repetir la historia.
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